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Arzobispo

La alegría del corazón

Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José

En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita con fuerza: "Estén alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres" (Flp 4, 4). No porque todo esté ya resuelto, ni porque la vida carezca de sombras, de dolores o de esperas. Más bien, porque en medio de ese caminar humano brota la alegría del corazón: una alegría que no se improvisa, que no se compra ni depende de las circunstancias externas. Es la alegría que nace de saberse amado por Dios, aun en la fragilidad, y de descubrir que su presencia sigue siendo fuente de esperanza en medio de nuestras realidades concretas.

La alegría del cristiano es regalo y tarea. Es regalo porque nace de saber que Dios ya ha venido, que Cristo está con nosotros, y que ese Misterio cambia la creación entera. Pero también es tarea porque debemos cultivar esa alegría, alimentarla en lo cotidiano: en la familia, en la comunidad, en el trabajo, en los rincones discretos de la existencia. Como el Papa Francisco nos recordaba, esta alegría no es fingida: "No es una alegría superficial o puramente emocional... Tampoco es mundana, ni esa alegría del consumismo. Es una alegría que es más auténtica". Es una alegría que llega a la intimidad de nuestro ser mientras esperamos a Jesús, que ya ha venido a traer la salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María".

En este tiempo de Adviento, hay dos peligros que pueden apagar la verdadera alegría cristiana. Uno es la melancolía o la frustración del "todo sigue igual", ese cansancio que nos susurra que nada cambia, que no vale la pena esperar. El otro es el espejismo del "todo se arregla con lo nuevo": con las compras, las luces y los regalos que prometen una felicidad instantánea, pero se desvanecen pronto.

La alegría del corazón no nace de la resignación ni de una sonrisa forzada que disimula el vacío. Es otra cosa: es la serenidad profunda de quien confía en que la luz llega, incluso cuando el día parece oscurecerse. Es la decisión firme de seguir esperando, pero de esperar lo mejor: con esperanza activa, con el corazón despierto, con la certeza de que Dios sigue obrando, aunque aún no lo veamos del todo.

¿Qué características tiene esta alegría del corazón? Primero: es realista. No ignora el sufrimiento, no rehúye la verdad. Pero la ilumina con esperanza. No significa que no haya cansancio, lágrimas o incertidumbre. Significa que todo eso puede estar acompañado por una confianza que no se rendirá. Segundo: es compartida. No se cultiva en el aislamiento. La Iglesia, como casa de alegría, es comunidad donde la alegría se fortalece porque se da y se recibe. Tercero: es activada por el auténtico amor. Amar al otro, salir de uno mismo, acoger al que sufre, servir sin esperar aplauso: allí florece la alegría auténtica.

Que la alegría nos prepare, no solo para celebrar el Nacimiento del Niño, sino para acoger su llegada en lo cotidiano: en nuestras relaciones, en nuestras decisiones, en nuestras búsquedas. Que esa alegría nos impulse a ser luz entre quienes viven en penumbra, voz que consuela, manos que acogen, presencia que no desaparece.

Jesús lo dijo: "Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea plena" (Jn 15,11).  Por tanto, que nuestra alegría dependa de quien viene: Cristo. Él es la fuente, quien da sentido y plenitud a nuestra vida. Y cuando lo dejamos entrar, la alegría deja de ser emoción y se convierte en testimonio.