Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
El
Papa León XIV, en su homilía inaugural del pontificado el pasado 18 de mayo,
lanzó una afirmación que interpela con fuerza: ?Nuestro mundo, herido por la
guerra, la violencia y la injusticia, necesita escuchar el mensaje evangélico
del amor de Dios y experimentar el poder reconciliador de la gracia de Cristo?.
En medio de tanta incertidumbre global, sus palabras resuenan con especial
intensidad ahora que, en octubre, celebramos el mes de las misiones.
No
se trata solo de describir el dolor que nos rodea - conflictos, injusticias,
divisiones - , sino de ofrecer una salida. El Papa nos recuerda que el Evangelio
no es una idea decorativa, sino una respuesta viva. Que el amor de Dios es el
fundamento, y la gracia de Cristo, la fuerza capaz de sanar lo que parece
irremediablemente roto. Y ahí está el corazón de la Misión.
Vivimos
rodeados de noticias que nos hablan de enfrentamientos, polarización y
violencia cotidiana. Todo parece empujarnos a creer que el odio es inevitable.
Pero justo en medio de esa oscuridad, la Iglesia tiene una tarea urgente:
anunciar que no estamos condenados a vivir en la lógica de la enemistad.
El
Evangelio es buena noticia precisamente porque ilumina lo más doloroso. Ser
misioneros hoy es llevar consuelo a las familias, esperanza a las comunidades,
luz a los corazones que se sienten abandonados. Es decirles con ternura y
convicción, que Dios sigue presente, que sigue amando. Nuestra palabra de fe,
dicha con humildad y valentía, puede abrir caminos donde todo parece cerrado.
No
basta con hablar de paz como si fuera una idea abstracta. La paz se construye
sobre algo concreto: el amor de Dios. Solo cuando nos sabemos amados sin
condiciones podemos abrirnos a amar a los demás, incluso a quienes nos cuesta
perdonar.
Nuestra
misión como Iglesia es recordar que no estamos atrapados en el ciclo del
rencor. El amor de Dios nos precede y nos invita a mirarnos con dignidad, como
hermanos. Y eso no se predica solo con discursos: se vive en lo cotidiano, en
la familia, en el trabajo, en la parroquia. Ahí empieza la misión.
Por
supuesto, las instituciones, las leyes, los tratados de paz y los mecanismos de
diálogo son necesarios. Pero no alcanzan para sanar lo más profundo: el corazón
herido por el resentimiento y el pecado. Solo la gracia del Señor puede
transformar desde dentro.
Ser
misioneros es ser testigos de esa gracia. Testigos que anuncian que no es la
fuerza ni la revancha lo que salva, sino la misericordia. La gracia nos permite
empezar de nuevo, reconstruir lo que parecía perdido. El Papa nos llama a ser
una Iglesia que no se encierre en sí misma, sino que salga al mundo con los
brazos abiertos. No como un club de perfectos, sino como una familia de hijos e
hijas de Dios, frágiles pero unidos en la fe.
Ser
misioneros hoy es tender puentes, cultivar la fraternidad, resistir al odio, la
venganza y la polarización. Es hablar y actuar con el corazón de Cristo, que
nunca excluye y siempre abre horizontes nuevos.
No
somos espectadores. Si creemos que Cristo transforma, no podemos quedarnos
callados. El mundo necesita esa fuerza reconciliadora. Y nosotros, como
Iglesia, tenemos la misión de llevarla hasta el último rincón, empezando por
nuestras propias familias y comunidades. Que este mes misionero nos renueve en
el ardor de la fe y nos impulse a llevar la paz de Cristo, ese regalo que el
mundo no puede dar, pero que todos necesitamos.