Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
Cada
septiembre, Costa Rica celebra su independencia con legítimo orgullo. Aquel
momento histórico marcó el inicio de una nueva etapa: dejamos atrás la tutela
de poderes externos para asumir, como nación, nuestra propia responsabilidad.
Pero la independencia no puede reducirse a una efeméride ni a un recuerdo
anclado en el pasado. Ser verdaderamente independientes es un desafío
permanente, una tarea que interpela a cada generación.
Por
ello, la independencia que conmemoramos es también un llamado a la libertad
interior y social, especialmente frente a nuevas formas de sometimiento. No
podemos ignorarlo: hoy enfrentamos cadenas menos visibles, pero igualmente
corrosivas para la dignidad humana. Por eso, esta celebración debe convertirse
en una oportunidad para preguntarnos con honestidad: ¿de qué debemos liberarnos
hoy?
Vivimos
tiempos en que diversas ideologías, disfrazadas de progreso, buscan manipular
conciencias, dividir comunidades y someter voluntades a intereses ajenos al
bien común. Frente a estas amenazas, la independencia exige espíritu crítico,
discernimiento ético y valentía para no dejarnos arrastrar por consignas
simplistas ni por discursos que polarizan y empobrecen la realidad.
Ser
independientes hoy implica resistir la subordinación ciega a intereses
económicos que anteponen la ganancia al auténtico bienestar humano. Significa
rechazar modelos de vida que erosionan la familia, la convivencia social y el
sentido de trascendencia. Es negarse a ser esclavos del consumismo que vacía el
alma, del relativismo que diluye la verdad y de las polarizaciones que
fracturan nuestra identidad como nación.
La
independencia contemporánea también exige liberarnos del egoísmo que encierra,
de la indiferencia que adormece y de la corrupción que debilita nuestras
instituciones. Una sociedad atrapada por estas cadenas pierde su capacidad de
soñar y de construir un futuro digno para todos.
Recordemos
que la libertad no consiste en hacer lo que queremos sin límites, sino en
elegir el bien y orientar nuestras decisiones hacia el servicio de los demás.
Aquí se juega una diferencia esencial: quien usa la libertad solo para su
propio beneficio termina esclavizado por sus ambiciones; quien la vive como
responsabilidad se convierte en constructor de comunidad. La independencia
auténtica es inseparable del bien común, porque no hay libertad verdadera si no
se comparte.
Hoy
más que nunca necesitamos proclamar una independencia viva, capaz de liberarnos
de todo aquello que degrada a la persona y empobrece la convivencia. Esto exige
el compromiso de todos: de quienes gobiernan, para ejercer la autoridad con
honestidad y transparencia; de quienes educan, para formar ciudadanos críticos
y responsables; de quienes trabajan, para construir con esfuerzo y creatividad
el bien común; y de cada familia, para transmitir valores de respeto, amor y
esperanza.
Finalmente,
celebrar nuestra independencia también es renovar la fe que nos sostiene como
pueblo. No una fe abstracta ni encerrada en lo privado, sino una confianza
activa en que Dios camina con nosotros en la historia, inspirando la justicia y
la solidaridad. La libertad que proclamamos no se entiende plenamente sin esta
dimensión espiritual: es Dios quien nos llama a ser verdaderamente libres para
amar, servir y construir comunidad. Solamente en Cristo somos libres.
Cada
septiembre, al encender la antorcha de la independencia, deberíamos avivar
también la llama de nuestro compromiso en luchar por una Costa Rica más justa,
solidaria y en paz. Ser verdaderamente independientes hoy es atrevernos a soñar
con un país donde nadie quede al margen, donde cada voz sea escuchada y donde
la dignidad humana sea siempre el motor de nuestras decisiones.