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Arzobispo

La familia: esperanza para la sociedad

Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José

Agosto, mes dedicado a la familia, resuena con renovada fuerza una expresión siempre vigente: la familia es Iglesia doméstica. Desde los albores del cristianismo, inspirados por la Sagrada Familia de Nazaret - humilde, sencilla, pero profundamente unida en el amor y la fe -, se ha comprendido que el hogar puede ser un espacio sagrado donde la fe se encarna en lo cotidiano. Es en los gestos simples - el amor que se entrega, la paciencia que se cultiva, la oración que se comparte - donde el Evangelio se hace vida concreta.

En la familia cristiana, cuando se ora, se ama, se educa en la fe, se sirve y se perdona, se vive una verdadera experiencia eclesial. No es una "pequeña Iglesia" por su tamaño, sino porque participa plenamente del misterio de la Iglesia: es comunidad de fe, de amor y de misión. Esta visión no solo dignifica la vida familiar, sino que la coloca en el corazón mismo de la vida cristiana.

Es en el seno familiar donde brotan las primeras raíces de la fe como experiencia vivida: en el amor que acoge, en la confianza que se cultiva, en el perdón que sana. Allí, en la fragilidad de lo cotidiano, se aprende a mirar al otro no como amenaza, sino como don. Redescubrir la familia como espacio de comunión - donde la fe se transmite con ternura, donde la dignidad se afirma en cada gesto - no es solo una tarea pastoral, sino una urgencia espiritual y social.

La familia no está llamada a encerrarse como una burbuja que se aísla del mundo, sino a abrirse como un espacio vivo donde la humanidad se cultiva en su forma más auténtica. No es solo un bien privado, sino un bien común: un pilar silencioso que sostiene la esperanza de todos. Las familias que, día tras día, se esfuerzan por amar con fidelidad, cuidar con ternura y resistir con fe, son como pequeñas antorchas encendidas en medio de la noche: discretas, pero capaces de iluminar lo que parece perdido. Cuando son acompañadas, respetadas y fortalecidas, las familias tienen una fuerza transformadora que no hace ruido, pero que puede sanar lo roto, tejer vínculos nuevos y sembrar relaciones más justas, fraternas y solidarias.

En muchos hogares, la vivencia de la fe ha sido relegada - no por maldad ni indiferencia, sino por el peso de una vida fragmentada, marcada por el cansancio, la prisa y el desencanto. La fe, que antes se compartía en gestos sencillos - una oración al despertar, una bendición en la mesa, una palabra de consuelo - ha ido perdiendo presencia, como si ya no tuviera lugar en medio de las urgencias cotidianas. Esta renuncia silenciosa no siempre es consciente, pero sí profunda: revela una desconexión entre lo espiritual y lo cotidiano, entre lo que se cree y lo que se vive.

En muchos hogares, Dios está ausente - no porque Él se haya alejado, sino porque ha sido olvidado, desplazado o silenciado por las urgencias de la vida moderna. Su ausencia no es abandono, sino espera. Dios no se retira; permanece a la puerta, llamando con paciencia infinita: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo" (Apocalipsis 3, 20).

Pero cuando el ruido, el dolor o la indiferencia llenan la casa, su voz se vuelve difícil de escuchar. Y así, lo sagrado se desvanece en medio de lo cotidiano, como si ya no tuviera lugar en la mesa, en el descanso, en las conversaciones.

Sin embargo, esta ausencia no es definitiva. La fe puede renacer en los hogares si se les acompaña con ternura, si se les ofrece una espiritualidad encarnada, cercana, capaz de iluminar la vida real. No se trata de imponer criterios, sino de despertar el deseo de lo trascendente, de redescubrir que el hogar puede ser un lugar sagrado donde se aprende a amar, a confiar, a perdonar. La presencia y acción de Dios, es la que en verdad humaniza.

Como los discípulos en el camino a Emaús, muchas familias hoy caminan con el corazón cansado, con preguntas sin respuesta, con esperanzas apagadas por el peso de la rutina o las heridas del mundo. Pero Cristo sigue acercándose, incluso cuando no lo reconocen. Camina con ellas, escucha sus historias, comparte su dolor. Que cada familia se atreva a pronunciar esa frase con fe y ternura: "Quédate con nosotros" (Lucas 24,29).

Porque cuando Cristo es acogido en casa, parte el pan, enciende los corazones, revela su presencia. El hogar deja de ser solo refugio: se convierte en altar, donde se celebra la vida; en camino, donde se aprende a amar; en Iglesia, donde Dios habita.