Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Desde hace algunas semanas el
evangelio de San Lucas nos ha estado narrando que Jesús está caminando hacia la
ciudad de Jerusalén.
Es precisamente en esta ciudad
donde Jesús, con su Cruz y Resurrección, va a pasar por un Bautismo, como él mismo lo llama en el evangelio de
este domingo. Este bautismo traerá fuego a la tierra que es el fuego del
Espíritu Santo que viene al mundo como fruto del acontecimiento pascual.
Este Espíritu Santo, que está
presente plenamente en el Mesías Salvador, es quien anima e impulsa la misión
pública de Cristo.
La misión de Cristo, como la
misión profética de Jeremías, ha causado controversia y ha provocado la
persecución contra cada uno de ellos.
La primera lectura recordaba cómo
Jeremías es lanzado a un pozo de lodo debido a su predicación. Esta situación de persecución que, atentó
incluso contra la vida del profeta, es fruto de la molestia del Rey y de los
poderosos de su tiempo, especialmente de quienes estaban al frente del Templo,
porque Jeremías los llamó a realizar un culto auténtico, que los llevara a la
conversión, al cumplimiento de los mandamientos y al amor a los hermanos, de lo
contrario todo lo realizado sería un culto vacío.
Asimismo, la predicación de Cristo
molestó a los sumos sacerdotes, a los jefes del pueblo y a los grupos poderosos
como a los fariseos y a los escribas, por la misma razón: Jesús los llamaba a realizar un culto
agradable al Señor, es decir, un culto no centrado solamente en elementos
externos, sino un culto en el cual se experimente el amor perfecto y
misericordioso de Dios que impulsa para vivir el amor a los hermanos.
Esta predicación de Jesús y la
forma en que es recibida por estas personas es lo que permite comprender la
frase que Cristo dice en el evangelio: no he venido a traer paz sino división.
¿Cómo entender que el Mesías, que
entre sus prerrogativas es ser, precisamente, el príncipe de la paz pueda
afirmar que viene a traer división?
Claramente la radicalidad
profética y por tanto la radicalidad de la buena noticia predicada por Cristo,
no ha sido bien recibida y ha incomodado a algunos, encontrando, por tanto,
opositores. Esto será lo que llevará a
Cristo hasta la muerte en la cruz.
Y por esta razón, Jesús advierte
que será también así para quien lo siga y anuncie con fidelidad su mensaje,
como nos recordaba el papa Benedicto XVI, cuando nos advertía que: quien sea un testigo fiel del evangelio «se convertirá, sin buscarlo, en signo de
división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias» (19.08.2007).
Precisamente éste es el recordatorio
que la palabra de Dios nos hace este domingo a todos los que nos decimos
cristianos: ser fieles al mensaje de
Cristo, con nuestras palabras y nuestras obras, nos hará ser signos de
contradicción, muchas veces, incluso con aquellas que son nuestras personas más
cercanas.
La semana pasada, la Carta a los
Hebreos, que estamos escuchando estos domingos en la segunda lectura, nos ponía
como referentes a los patriarcas del antiguo testamento, como aquellos que
fueron firmes en la fe y ejemplo de fidelidad a Dios, aunque esto significara
para ellos momentos de sufrimiento.
Este domingo, esta misma carta, en
continuación con este discurso, nos llama, a cada uno de nosotros, a ser, incluso
más fieles que los patriarcas, porque nosotros conocemos a Cristo y hemos
recibido los dones del acontecimiento pascual, es decir, el don del Espíritu
Santo, que nos ha transformado, tanto en el bautismo como en la confirmación.
Por tanto, nuestro camino, debe
ser el mismo peregrinar de Cristo:
·
Primero, anunciando
con fidelidad el mensaje del Reino, es decir, que, impulsados por el mismo
Espíritu del Mesías Salvador, cumplamos la ley del amor, que nos hace morir a
nosotros mismos para ser servidores de los hermanos.
·
Segundo, que
nuestro culto, sea un culto verdaderamente agradable al Padre, porque, más que
elementos externos, somos conscientes, de que todos los fieles (clérigos,
consagrados y laicos), en las celebraciones sacramentales, y particularmente en
la Eucaristía, actualizamos el único sacrificio de Cristo, que trae salvación
para todo el género humano y nos alimenta, fortalece y capacita para amar y
servir como lo hizo el mismo Jesús.
·
Y, por último,
que esta fortaleza que nos da el Espíritu del Señor en los sacramentos nos
ayude a ser perseverantes y firmes en el momento en que lleguen las
incomprensiones, la crítica y la persecución, por vivir la fidelidad y la
radicalidad del evangelio, y así nada nos aparte, como lo hemos pedido en la
oración colecta, de amar en todo y sobre todo a Dios, Nuestro Señor.