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Arzobispo

El Espíritu Santo fuente de comunión

Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José

Cuando pienso en los desafíos que enfrenta la Iglesia hoy, no puedo dejar de volver mi mirada al gran don que hemos recibido: el Espíritu Santo. Ese Espíritu que el Señor Resucitado sopló sobre los discípulos temerosos y encerrados, sigue hoy dándonos aliento de vida, reuniéndonos, animándonos, consolándonos y, sobre todo, haciéndonos uno solo en Cristo.

En efecto, uno de los frutos más hermosos de la presencia del Espíritu Santo es la comunión. No una uniformidad impuesta, sino una unidad en la pluralidad de dones, una armonía que respeta cada carisma y cada historia. 

La comunión no nace de nuestras estrategias, ni de un acuerdo social, ni siquiera de la buena voluntad humana. Es un don de Dios. En el Evangelio de Juan, Jesús ora al Padre diciendo: ?Que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti? (Jn. 17,21). 

Y esa unidad es posible por la acción del Espíritu. San Pablo es muy claro: ?Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor? (1 Cor 12,4-5). El Espíritu Santo no anula nuestras diferencias, sino que las armoniza. Él no borra nuestra individualidad, sino que la integra en un todo más grande: el Cuerpo de Cristo. La comunión, entonces, es una obra divina que debemos acoger, cuidar y promover. No somos los fabricantes de la comunión; somos sus custodios.

¿Cuántas veces hemos experimentado en nuestras comunidades el peso de divisiones, malentendidos y tensiones?  El Espíritu Santo es el vínculo del amor (cf. Col 3,14). Él es quien ?derrama en nuestros corazones el amor de Dios? (Rom 5,5). Por eso, donde entra el Espíritu, hay reconciliación, hay ternura, hay capacidad de perdonarnos. Él nos enseña a mirarnos no como rivales, sino como hermanos, haciendo brotar la comunión en corazones dispuestos, humildes, capaces de escucharse, de corregirse con amor y de comenzar de nuevo.

A propósito de la vivencia de una Iglesia sinodal ?a la que el Papa León XIV nos sigue exhortando a caminar?, es decir, una Iglesia en camino, abierta a la escucha y donde todos, laicos, consagrados y ministros ordenados, compartimos la responsabilidad de anunciar el Evangelio, es importante recordar que la sinodalidad no es simplemente una técnica de participación, sino una verdadera espiritualidad de comunión. Y esta solo es posible bajo la acción del Espíritu Santo pues, sin El, la Iglesia se convertiría en una organización meramente humana más, no en el Cuerpo de Cristo, Sacramento de Salvación. 

Por eso, el primer paso para vivir la comunión es invocar al Espíritu Santo con confianza. No comencemos nuestros encuentros con una oración por mera costumbre, sino porque reconocemos que, sin Él, no podemos comprendernos, discernir ni caminar juntos. La comunión que suscita el Espíritu no es pasiva: nos impulsa a salir al encuentro del otro, a cuidar de los demás y a construir una Iglesia en la que nadie se sienta excluido ni ignorado. Pero, todos profesando la misma fe.

Preguntémonos con honestidad si con nuestras actitudes estaremos, quizás sin notarlo, fomentando la división y el aislamiento. El Señor Resucitado ha soplado sobre nosotros su Espíritu, no para que vivamos encerrados, sino para que aprendamos a vivir en comunión. Si es el Espíritu de vida quien habita en nuestros corazones, entonces no podemos seguir actuando como extraños. El Espíritu no aísla, todo lo contrario, une; no separa, reúne; no endurece, sino que ablanda y renueva. 

Pidamos al Espíritu Santo, aliento de Dios vivo, que nos despierte de toda indiferencia, que nos libre de nuestras seguridades humanas y nos conduzca hacia una vida verdaderamente compartida. Que su presencia nos enseñe a escuchar con humildad, a acoger con ternura y a construir, juntos, una Iglesia en comunión, donde todos tengan un lugar y nadie quede al margen.