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Arzobispo

Ascender con Cristo

Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José

La Ascensión del Señor, que celebramos con gozo pascual, no es simplemente la escena final de la presencia terrenal de Jesús. Es, más bien, el horizonte hacia el cual camina nuestra existencia. Después de la Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús asciende al cielo no para alejarse de nosotros, sino para abrirnos un camino que nos lleva a la plenitud de la vida.

El Evangelio según san Lucas lo dice con sencillez y profundidad: "Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo" (Lc 24,51). Bendecir y elevarse. Dos gestos inseparables. Cristo no asciende dejando atrás a los suyos con tristeza, sino que se eleva bendiciendo, es decir, comunicando vida, esperanza, futuro. Su Ascensión no es una partida, sino una promesa.

Con frecuencia entendemos la Ascensión como la garantía de que, algún día, también nosotros iremos al cielo. Y ciertamente lo es. Pero si reducimos este misterio a una promesa futura, corremos el riesgo de perder su fuerza transformadora para el presente. Porque ascender con Cristo no es simplemente ir al cielo después de la muerte, sino aprender a vivir desde ya con el corazón en alto. Como dice san Pablo: "Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Tengan la mira puesta en las cosas de arriba, no en las de la tierra". (Col 3,1-2).

No se trata de evadir la realidad. Todo lo contrario: se trata de mirarla con ojos de cielo, con una esperanza activa, con una fe que no se desentiende del mundo, sino que lo ilumina. Ascender es resistir al peso que tira hacia abajo. A veces, es la desesperanza que se cuela en el corazón cuando vemos tanta violencia, tanta injusticia y tantas divisiones en el mundo. Otras veces es la rutina que apaga el espíritu, el individualismo que aísla, la corrupción que se normaliza y el empobrecimiento de los más frágiles.

La Ascensión nos recuerda que no fuimos creados para la resignación, sino para la altura. No es que debamos vivir ?fuera del mundo?, sino ?desde lo alto?. Desde una mirada más libre, más limpia, más fraterna. Como cuando subimos a una montaña y vemos todo con otra perspectiva.

Ascender con Cristo significa elevar nuestro pensamiento por encima del resentimiento, de la sospecha, del miedo. Significa levantar al caído, dignificar al que sufre, escuchar al que no tiene voz. Significa creer que la historia no está condenada al fracaso, aunque haya sombras. En fin, significa vivir con la certeza de que Cristo está con nosotros, y que Él ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33). Ascender con Cristo es vivir con los pies en la tierra y el corazón en el cielo.

En los Hechos de los Apóstoles, después de que Jesús asciende al cielo, dos hombres vestidos de blanco dicen a los discípulos: "Galileos, ¿qué hacen mirando al cielo? Este Jesús que les fue quitado y elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir" (Hch 1,11). Es como si los ángeles dijeran: "Sí, el cielo es hermoso, pero no se queden ahí parados. Hay un mundo que los espera. Hay una misión que cumplir". Esa tensión, esa fidelidad entre lo alto y lo cotidiano, es el verdadero camino del cristiano.

El Señor ha subido al cielo para llevar nuestra humanidad allí. Sus llagas glorificadas son el signo de que no se avergüenza de nuestra carne herida. Nos ha precedido para que donde esté Él, estemos también nosotros (cf. Jn 14,3). El cielo no es evasión. Es destino.

No tengamos miedo de elevar la mirada, de levantar al hermano, de vivir en alto. Donde está Cristo, allí estamos llamados a estar también nosotros. Ascendamos con Él. Que nunca perdamos de vista el cielo como meta, pero que, mientras caminamos hacia allá cumplamos con fidelidad la misión que nos ha confiado.