Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
En
el caminar diario, no faltan momentos en los que el alma se siente agotada y el
corazón, sobrecargado por preocupaciones, dolores o incertidumbres. A veces, el
simple hecho de seguir adelante parece un esfuerzo desmedido. Sin embargo, es
precisamente en esos instantes cuando más necesitamos recordar que no estamos
solos. El Espíritu Santo "presencia viva y activa de Dios" habita en lo
profundo de nuestro ser, sosteniéndonos, animándonos y renovando las fuerzas
cuando las nuestras se agotan.
Jesús
mismo nos prometió este don en la víspera de su pasión, en un gesto de amor que
mira al futuro de su Iglesia: "Y yo le pediré al Padre, y él les dará otro
Consolador para que los acompañe siempre: el Espíritu de verdad" (Juan
14,16-17). No nos dejó huérfanos ni desamparados. Nos dio su Espíritu, un
compañero fiel, una guía permanente, una llama que no se apaga. Su presencia no
es una idea ni una memoria del pasado: es vida que late en nosotros.
Él
es el Paráclito, el defensor que no solo permanece a nuestro lado, sino que
habita dentro de nosotros y nos fortalece desde lo más profundo. Como el fuego
que encendió los corazones de los discípulos en el camino a Emaús, el Espíritu
renueva nuestras fuerzas, nos saca del abatimiento y enciende en nosotros el
deseo de volver a caminar. Su acción es poderosa: transforma lo pequeño en
valioso, lo débil en fecundo, lo roto en instrumento de gracia.
El
Espíritu Santo es también luz en medio de nuestras sombras, el que nos conduce
por sendas de verdad cuando reina la confusión y nos da discernimiento cuando
las decisiones se vuelven difíciles. Él nos impulsa a mirar más allá de
nuestros límites, a no quedarnos atrapados en el miedo o la inseguridad. Porque
en nuestra fragilidad se manifiesta la fuerza de Dios, y es el Espíritu quien
nos da esa nueva mirada, esa esperanza que no defrauda, ese impulso que da
inicio a una nueva creación dentro de nosotros.
El
Catecismo de la Iglesia Católica lo llama "el Maestro interior de la oración
cristiana" (CIC 2672), y con razón. Cuando no sabemos cómo orar, Él ora con
nosotros y en nosotros. Cuando las palabras se nos escapan o el corazón se
siente seco, es el Espíritu quien sostiene nuestro clamor silencioso. San Pablo
lo expresa con ternura y profundidad: "El Espíritu intercede por nosotros con
gemidos inefables" (Romanos 8,26). Incluso en nuestras horas más oscuras, Dios
no se aleja: se vuelve aún más cercano, se hace consuelo íntimo, compañía fiel.
Pero
el Espíritu no solo consuela: también impulsa. Nos capacita para la misión, nos
da la valentía que no nace del esfuerzo humano sino de la gracia. Jesús lo
afirmó con claridad antes de ascender al cielo: "Cuando venga el Espíritu Santo
sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos" (Hechos 1,8). Esta promesa
no quedó en el pasado. Hoy también nos llama a ser testigos, a proclamar con
nuestras vidas que el amor de Dios transforma, sana y renueva.
Y
cuando el cansancio o el desánimo intentan vencernos, el Espíritu nos renueva
con esperanza. Pero no se trata de una esperanza ingenua o superficial, sino de
una certeza honda y persistente: Dios sigue actuando, incluso en el silencio,
incluso cuando no lo comprendemos. Como escribió San Pablo: "Que rebosen de
esperanza por el poder del Espíritu Santo" (Romanos 15,13). Esta esperanza se
manifiesta, muchas veces, en gestos sencillos: en la paz que llega sin
explicación, en una palabra que alivia, en una presencia que acompaña. Es la
certeza humilde de que Dios no ha soltado nuestra mano, aunque no podamos verlo
con claridad. A veces, el mayor milagro es simplemente seguir adelante, seguir
creyendo, seguir amando cuando todo parece perdido. Esa fidelidad cotidiana
también es obra del Espíritu.
Por
eso, hermanos, abramos el corazón a su acción. Seamos auténticos, dejémonos
transformar desde dentro. Que nuestra fe no se quede en palabras, sino que se
haga carne en nuestros gestos, en nuestras decisiones, en nuestra manera de
vivir. Que el Espíritu Santo nos enseñe a tener un corazón más humano, capaz de
acoger, de perdonar y de amar con profundidad.
Les
invito a orar siempre con humildad y confianza, pidiendo al Espíritu Santo que
llene nuestros corazones, que renueve nuestra esperanza cuando flaquea, que fortalezca
nuestra fe cuando tambalea y sane nuestras heridas abiertas. Que su luz nos
guíe, su fuerza nos sostenga y su presencia nos transforme.