Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
El ciclo litúrgico
correspondiente a este año jubilar nos está presentando en la segunda lectura
de los domingos de pascua, textos del libro del Apocalipsis.
Este libro, tantas veces
presentado falsamente como un libro lleno de terror y calamidades, busca, al
contrario, que se cultive la virtud que el papa Francisco ha querido que se
profundice en este año del jubileo, como lo es la virtud de la esperanza, ya
que el libro, en primera instancia, está dirigido a los cristianos que vivían la
persecución por parte del imperio romano.
Esta esperanza se basa en la
verdad fundamental de nuestra fe cristiana:
el triunfo de Cristo sobre la muerte y cómo esta victoria alcanza a todo
el género humano. El domingo anterior,
se indicaba que era una multitud incontable la que, habiendo lavado sus túnicas
en la sangre del Cordero, estaban frente al trono de Dios.
Hoy se nos dice, que ese Dios,
que está sentado en el trono, hace nuevas todas las cosas y hace descender un
cielo nuevo y una tierra nueva, que será la morada que Dios mismo compartirá
con la humanidad y donde no hay ni muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor,
porque el mal ha sido aniquilado. Dios
ha querido compartir su gloria y su plenitud con el ser humano.
Precisamente por esto es que
Jesús, en el evangelio de este domingo, llama al momento de la cruz la hora de la glorificación, porque el
acontecimiento pascual (pasión, muerte y resurrección de Cristo), es la acción
con la cual Dios realiza la obra salvadora, glorificándose a sí mismo y
glorificando a todo el género humano, al que hace partícipe de su misma vida.
Esta verdad esencial de nuestra fe
es lo que llena de esperanza a las comunidades cristianas que, en medio de la
persecución, tienen claro que ninguna situación de dolor o sufrimiento tiene la
última palabra en la vida del ser humano, sino que lo que es realmente
definitivo es la participación en la morada
que Dios ha querido crear para compartir con la humanidad.
La razón de este modo de actuar
de Dios y que hace crecer la esperanza de los creyentes es que Él nos ha amado,
nos ama y nos amará eternamente. Esta
verdad ha sido anunciada de manera constante por el papa Francisco, él siempre
nos recordaba «Él nos amó primero, Él nos esperó. Él nos ama y sigue
amándonos. Esta es nuestra identidad: somos amados por Dios. Esta es nuestra
fuerza: somos amados por Dios» (15.05.2022).
Esta experiencia del amor de Dios
es tan profunda y transforma de tal manera el corazón del creyente, que es el
amor el signo que distingue al creyente, pero no cualquier amor sino amar como
Cristo nos amó, ésa es la novedad de este mandamiento: no es sólo amar, sino amar como Cristo nos
amó.
Por tanto, la esperanza del
cristiano va más allá de un sentimiento de seguridad por saberse partícipe de
la salvación, sino que implica también una identificación del creyente con
Cristo que lo ama y que lo impulsa a amar.
De ahí que el modo en que el cristiano debe ser reconocido es porque ama
como Cristo. Eso es lo que ha querido
recordarnos el papa Francisco al inaugurar el año jubilar al exhortarnos a ser signos
tangibles de esperanza en el mundo.
Esta esperanza cristiana que
mueve a amar es lo que impulsa también a los primeros apóstoles a dejarlo todo
para ir a anunciar el evangelio.
La primera lectura, presenta el
final del primer viaje misionero de Pablo, que, junto a Bernabé, en medio de
tribulaciones, persecuciones, recorrieron muchas ciudades importantes de la
época, para predicar la verdad de Jesucristo y fundar comunidades
cristianas. Esto se entiende sólo porque
es el amor a Dios y al prójimo lo que impulsa al apóstol a salir a la misión
para anunciar el evangelio y servir a los hermanos, aun cuando eso signifique
asumir momentos difíciles.
El tiempo de la Pascua siempre es
un momento propicio para fortalecer la esperanza cristiana fundada en el don
maravilloso de la salvación, como regalo del amor inmenso de Dios por la
humanidad, al unirnos a la gloria de su Hijo Jesucristo.
Esa esperanza se fortalece,
precisamente cuando, al experimentar el amor de Dios, somos capacitados e
impulsados para amar al hermano como Jesús lo ha hecho con nosotros.
Que este tiempo de gracia que
estamos viviendo, nos siga fortaleciendo, nos capacite y nos impulse a amar,
como lo hizo Jesús, para ser signos tangibles de esperanza en el mundo de
hoy.