Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
En
los Evangelios, Pedro asume un lugar central entre los Doce, no por sus dotes
intelectuales ni por una fuerza extraordinaria, sino porque Jesús le confía una
misión esencial en la edificación de su Iglesia. Su liderazgo no nace de la
perfección, sino de una llamada que atraviesa su humanidad, marcada por la fe
vacilante, el amor apasionado y la capacidad de volver a levantarse.
Pedro
era impulsivo, a veces tomaba la iniciativa, y otras tantas se equivocaba, como
cualquier persona. Sin embargo, sobre él recayó una misión distinta: "Confirma
a tus hermanos" (Lc 22,32). No fue elegido por tener un camino intachable, sino
porque su historia seguía abierta, transformada por la experiencia viva del
encuentro con Cristo.
Fue
el que se animó a dar pasos sobre el agua y luego dudó (Mt 14,29-30), el que
prometió fidelidad y luego negó conocer al Maestro (Lc 22,57). Pero también fue
el que lloró, el que volvió, el que escuchó de Jesús no un reproche, sino una
triple pregunta: "¿Me amas?" (Jn 21,15-17). Y con esas palabras, Jesús le
confió su pueblo, no como un premio, sino como una tarea que nace del amor. Pedro,
entonces, no representa al hombre acabado, sino al que ha sido mirado con amor.
La
misión de Pedro continúa hoy en la figura del Papa. No como poder, sino como
servicio. No como una cima inalcanzable, sino como una raíz que sostiene.
Confirmar en la fe no es dictar normas desde la distancia, sino caminar entre
el pueblo, acompañando, animando, sosteniendo.
En
un mundo tan fragmentado, donde las certezas se diluyen y la palabra "esperanza" a veces parece desgastada, la tarea de confirmar a los hermanos en
la fe se vuelve urgente y profundamente humana. Confirmar en la fe es, ante
todo, acompañar desde dentro. Estar, escuchar y sostener.
Ciertamente,
vivimos tiempos marcados por la desconfianza. Familias que se rompen, jóvenes
que crecen sin un sentido claro de su existencia. Ancianos que sienten que el
mundo los dejó atrás. Muchos caminan con la sensación de que nadie les pone
atención, de que su vida va quedando al margen. Y en medio de la intemperie, la
fe sigue siendo una llama que, aunque tenue, no se apaga del todo.
Allí,
en ese terreno real y herido, el Papa ejerce su misión. Lo hace como uno que ha
aprendido a caminar con el pueblo, a llorar con él, a sonreír con él, profundamente
unido a sus gozos y dolores. Su misión
es sostener la fe del que duda, compartir la esperanza del que sufre, ser un
rostro de consuelo para el que ya no encuentra palabras.
Pedro
fue el primero en vivir esta misión, no desde la perfección, sino desde la
transformación y su sucesor la continuará con la misma fragilidad confiada. No
es un superhombre. No vive en una torre de mármol. Es alguien que lleva consigo
el peso del mundo, y que, aun así, trata cada día de pastorear a los que le han
sido confiados.
Pidamos
a Cristo, Buen Pastor que no abandona a su rebaño, que él, que oró al Padre por
Pedro para que no desfalleciera su fe, mire con ternura al nuevo sucesor de su
apóstol, el Papa León XIV a quien confía el servicio de confirmar a sus
hermanos. Que le otorgue la sabiduría que nace de su Espíritu, para discernir
con compasión los signos de este tiempo. Que le conceda el corazón humilde de
quien escucha, la valentía del profeta que no calla y la mansedumbre del siervo
que se inclina para lavar los pies.
Que
no tema a la fragilidad del mundo, porque tú mismo, Señor, lo sostienes con la
fuerza de tu cruz. Que no busque grandeza, sino fidelidad. Y que sepa - como
Pedro - llorar contigo, amar contigo, y volver siempre a ti para pastorear en tu
nombre.