Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
La
noticia de la muerte del Papa Francisco ha tocado los corazones de millones en
todo el mundo. No solo ha partido un Pontífice, sino un padre, un hermano, un
pastor que caminó con su pueblo. Su vida fue una parábola viva de cercanía, de
ternura, de escucha. Su voz, pausada y firme, habló desde lo profundo del
Evangelio, con una humanidad que conmovía e interpelaba. Hoy, la Iglesia lo
despide con gratitud y con lágrimas, pero también con esperanza, porque su
legado no muere: se multiplica en los corazones de quienes lo escuchamos con
amor.
Desde
aquel inolvidable 13 de marzo de 2013, cuando apareció en el balcón de San
Pedro pidiendo que el pueblo rezara por él, antes de dar la bendición, el mundo
supo que algo había cambiado. Francisco no solo eligió el nombre del santo de
Asís; eligió una manera de ser, de estar y de servir. Quiso una Iglesia "pobre
para los pobres", una Iglesia de puertas abiertas, un hospital de campaña, una
casa donde todos "sin excepción" pudieran encontrar consuelo.
Su
testimonio fue profundamente evangélico. En una época marcada por el
individualismo y la indiferencia, Francisco no se cansó de repetir: "la
realidad se ve mejor desde la periferia". No era una frase bonita; era su forma
de mirar. Visitó cárceles, abrazó a los descartados, escuchó a los migrantes y
lloró con las víctimas. Habló de misericordia no como un concepto teológico,
sino como una experiencia viva de Dios que acoge, perdona y transforma.
Uno
de sus gestos más conmovedores fue durante el inicio de la pandemia, en aquella
plaza de San Pedro vacía y mojada por la lluvia, cuando con voz quebrada dijo: "Nadie se salva solo". En ese momento, él era el rostro doliente de la
humanidad que oraba con miedo, pero también era el profeta que nos decía:
confíen, sigan remando, no pierdan la esperanza. Francisco fue eso: un testigo
de la esperanza. No una esperanza ingenua, sino una esperanza encarnada,
probada, sostenida por la fe en un Dios que nunca abandona.
Su
magisterio está lleno de luz. Evangelii Gaudium nos recordó que el anuncio del
Evangelio debe nacer de la alegría. "Laudato si" nos enseñó que cuidar la
creación es un acto de fe. "Fratelli tutti" nos empujó a superar la lógica de
los muros para abrazar la cultura del encuentro. Y en "Querida Amazonia",
escuchamos su grito por los pueblos olvidados y por la madre tierra herida.
Pero
quizás lo más impactante fue su modo de ser pastor. Él no hablaba de los
pobres, hablaba con ellos. No hablaba sobre la Iglesia, hablaba desde dentro de
ella, como un pastor de almas, como un hombre que conocía las heridas del mundo
y no tenía miedo de tocarlas.
El
Papa Francisco trabajó por una Iglesia sinodal: una comunidad que camina junta,
donde todos se escuchan con respeto, se buscan sin miedo y construyen juntos,
desde el diálogo como camino que Dios quiere.
Hoy
que Francisco ha partido a la Casa del Padre, nos deja una herencia inmensa: la
de la compasión, la del diálogo, la de la escucha y la de una fe que se hace
carne en el abrazo concreto. Nos queda su sonrisa tímida, su voz cansada pero
firme, su empeño evangélico que incomodó a muchos y consoló a tantos. Nos
queda, sobre todo, su esperanza, esa que no defrauda, como decía San Pablo (cf.
Rm 5,5).
Como
obispo, me uno a la oración agradecida del pueblo fiel. Pido a Dios que nos dé
pastores con su mismo corazón, con su mismo coraje, con su misma ternura. Y a
ustedes, hermanos y hermanas, les digo: sigamos su ejemplo, cuidemos su legado,
y no dejemos que se apague esa llama que él encendió en nuestras comunidades.
Francisco,
testigo de la esperanza, descansa en la paz del Buen Pastor que te llamó por tu
nombre. Gracias por enseñarnos a mirar a los demás no desde arriba, sino desde
el corazón.