Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
¡Cristo ha resucitado!
¡Verdaderamente ha resucitado!
Este antiguo saludo pascual que
los cristianos, especialmente en oriente, utilizan todavía hoy y que sustituye
el tradicional ¡Felices Pascuas!, más
común entre los cristianos de occidente, está cargado de un gran significado,
porque evoca el acontecimiento que da origen a esta fiesta y que da fundamento
a toda nuestra fe cristiana: Cristo,
verdaderamente ha resucitado, levantándose del sepulcro, venciendo las ataduras
de la muerte y aniquilando las raíces el pecado.
Esta es la verdad esencial de
nuestra fe, es lo que nos permite ser peregrinos de esperanza, como se nos ha
invitado en este año jubilar y lo que da sentido a toda nuestra existencia. Esto es corroborado así por la Palabra de
Dios proclamada en este Domingo, con el que iniciamos el tiempo pascual.
El evangelio de San Juan presenta
uno de los elementos, que todos los evangelios presentan como prueba de la
resurrección: El sepulcro vacío.
María Magdalena es la primera en
ser testigo de esto y corre a anunciarlo a los apóstoles.
Pedro y el discípulo amado corren
y también ven el sepulcro vacío y al entrar encuentran otro elemento importante
y del que da referencia solamente San Juan:
ellos ven los lienzos y el sudario en una posición específica, que
indica que lo sucedido no podía ser obra humana y que la resurrección de Cristo
había sido totalmente distinta a la de Lázaro, que salió del sepulcro atado con
los lienzos y el sudario (Jn. 11, 44).
Cristo resucitó, no para esta vida, como resucitó Lazaro, que luego
moriría, sino que Cristo resucita para la eternidad, venciendo totalmente la
muerte y regresando, glorificado, al cielo del cual había venido. Esta es la verdad fundamental de nuestra fe.
Pero también hemos dicho que la
resurrección de Cristo no solamente es la verdad central de nuestra fe, sino
que es lo que da sentido a nuestra existencia, ya que Jesús, con su
resurrección, hace que la humanidad entera sea glorificada con Él. Así lo manifiesta con total claridad San
Pablo en la segunda lectura, al afirmar que hemos resucitado con Cristo y que
cuando Cristo se manifieste, nosotros también nos manifestaremos gloriosos,
junto a Él.
En esto radica el sentido
principal y más profundo de nuestra vida; porque en medio de nuestra
imperfección y nuestra limitación, Jesús nos une a su gloria, que es perfecta y
eterna. Nuestra vida, entonces, tiene
sentido, porque la meta, no es la muerte, sino una existencia gloriosa y plena
junto a Dios.
Así, la resurrección de Cristo ha
transformado radicalmente la vida y la historia del ser humano y de cada ser
humano. Así ha sucedido, en primer
lugar, con los apóstoles, que, siendo testigos de la resurrección y guiados por
el Espíritu dado por el mismo Cristo, van a anunciar la verdad de la
resurrección, aunque esto significara para ellos la persecución y muerte,
porque sabían que la meta de su vida era estar eternamente con su maestro.
Así lo hemos escuchado en la
primera lectura, donde Pedro, el mismo que había visto el sepulcro vacío,
anuncia el kerigma en casa de Cornelio, dando testimonio de que él vio, comió y
bebió con el resucitado. Esta buena
noticia llena de alegría y esperanza a quienes la reciben y hace que se vayan
integrando las primeras comunidades de cristianos.
La resurrección de Cristo también
ha transformado nuestra vida y nuestra historia y como bautizados tenemos el
compromiso de dar testimonio, como verdaderos apóstoles, de esta verdad, siendo
signos tangibles de esperanza, como nos ha insistido el Santo Padre en
este año jubilar.
Por esta razón, hoy estamos
llamados a anunciar la alegría y la esperanza de la resurrección de Cristo a
los hermanos, porque en medio de tantas situaciones de dolor que vive el mundo,
como la guerra, la pobreza, el desempleo, la violencia, el crimen organizado, la
migración forzada; los cristianos, llamados a ser luz en medio de las
tinieblas, debemos anunciar la verdad de Cristo Resucitado, la única que puede
inundar nuestra vida con el verdadero gozo, ése que nos hace salir de nosotros
mismos, para ser hermanos cercanos del prójimo, en especial de aquel que
necesita ser confortado en medio de sus sufrimientos.
Que Cristo Resucitado, que nos ha
enviado su Espíritu, nos llene con su gracia, para ser esos testigos de la
verdad fundamental de nuestra fe, que el mundo y la Iglesia hoy necesitan y así
poder iluminar, con la alegría y la esperanza cristianas, las tinieblas que hoy
oscurecen la vida de tantos hermanos.
¡Cristo ha resucitado!
¡Verdaderamente ha resucitado!