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Revolución del corazón

(VIDEO) Mons. José Rafael Quirós Quirós, Arzobispo Metropolitano

 

"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). En este mes de junio dedicado al Sagrado Corazón de Jesús y cuya  sola evocación nos recuerda el inmenso amor de Dios por nosotros, el mismo Señor nos pone de relieve sus rasgos de sencillez, gentileza y bondad infinita como ideales de vida. Este amor, esta fidelidad del Señor manifiesta la humildad de su corazón: Jesús no vino a conquistar a los hombres como los reyes y los poderosos de este mundo, sino que vino a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Todo lo que Dios quería decirnos de sí mismo y de su amor, lo depositó en el Corazón de Jesús y lo expresó mediante este Corazón. Nos encontramos frente a un misterio inescrutable. La radicalidad al imitar a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

Como nos recuerda Juan Pablo II, "el Corazón del Hombre-Dios no juzga a los corazones humanos. El Corazón llama. El Corazón "invita". Para esto fue abierto con la lanza del soldado." [1]Meditar en torno al amor de Dios que se nos ha revelado en el Corazón de su Hijo exige, también, de cada uno de nosotros una respuesta activa y coherente. Cristo nos abre su corazón no sólo para contemplar el misterio de su amor sino para participar en él. "De este modo" nos dice el Papa Francisco "nuestro corazón también, poco a poco, se volverá más paciente, más generoso, más misericordioso, imitando el Corazón de Jesús... Jesús, haz que mi corazón se parezca al tuyo".[2]

El mismo Señor nos enseña: "El hombre bueno, de las riquezas del corazón saca lo bueno, y el malo, de lo malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca." (Lucas 6,45) Lo que el Señor nos expresa no es una simple casualidad u observación, antes bien, nuestras palabras y acciones son expresión de lo que hay realmente en nuestro interior: "Porque del corazón salen los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias." (Mateo 15,17)

Debemos dejar que Dios nos transforme desde dentro para ser curados del pecado que nos somete y esclaviza...  en eso radica la verdadera conversión.  Invocar al Corazón de Jesús nos dispone a tener, según San Pablo, "los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Carta a los filipenses 2,5). 

Un cristiano que se deja interpelar por el amor de Dios  no puede sentirse satisfecho con una  vida mediocre, Jesús nos exhorta a asumir un estilo de vida, un modo de comportarnos en el cual siempre el amor tiene primacía. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano. Los verdaderos cambios se dan desde la interioridad y no son meros maquillajes plagados a menudo  de intereses y falsedades.

 Al hablar desde su propio Corazón, Jesús apela a la dimensión interior e integral del ser humano a partir de la cercanía, de compartir nuestra misma condición humana. El Señor nos pide un cambio que involucre a toda nuestra persona y debemos empezar  desde dentro, acogiendo el don de la gracia.

Pero es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. "Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo "y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes", debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» (Juan Pablo II, Veritatis Splendor,n.8)

 

 

 



[1] Juan Pablo II,  20 de junio de 1979

[2] Papa Francisco, 8 de junio del 2020